jueves, agosto 31, 2006

Casablanca (1942)

Casablanca
Starring: Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, Claude Rains, Paul Henreid.
Director: Michael Curtiz
Rating: PG



Es probable que la Warner, a comienzos de los ’40, no sospechara siquiera que esta película, lejos de ser una más de la producción serial, se convertiría en una de las más hermosas, recordadas y valoradas de la historia.

Todos saben algo de Casablanca, la hayan visto o no. ¿Quién no conoce su final subversivo, opuesto a lo que mandan las convenciones de las películas de amor? ¿Alguien ignora la melodía "A través de los años", entonada por Sam a pedido de Ilse (Ingrid Bergman) –que, dicho sea de paso, nunca dice "Play it again" –? ¿Existe una persona que no sepa que durante el rodaje no se conocía el final de la historia porque el guión se hacía sobre la marcha, democráticamente, con todos los escritores de la Warner aportando sus propios diálogos?

Casablanca es una de esas películas que uno puede ver dos, tres, cinco o diez veces, y aún sigue asombrando. Michael Curtiz era un genio que podía compartir el trono que sus compatriotas (Ford, Hawks, Capra) supieron conseguir. Su puesta en escena es sutil, inteligente y precisa. ¿Cómo no sentir un inmenso placer cuando el avión que parte hacia la libertad sobrevuela el café de Rick, en los primeros minutos de la película? Curtiz nos está diciendo todo. Rick (Humphrey Bogart) es la libertad. La de todos menos la suya propia, porque como le dice su adversario en el amor de Ilse, Víctor Laszlo, "cada uno debe aceptar su destino, sea bueno o malo".

Por donde se la mire, Casablanca es admirable. El cooperativo guión, la iluminación, el montaje, la música y hasta el vestuario están puestos (por azar o intencionadamente) a disposición de esta historia de amor, honor y lealtad. A Curtiz le alcanza con la cámara para decirnos casi todo sobre Rick. Registra su poder en esa mano que firma autorizaciones antes de mostrarnos la cara del héroe. Nos enfrenta a su soledad: el cigarrillo, ese partido de ajedrez sin contrincante, su vaso de bebida. Y luego, levanta la cámara y Rick, ese maravilloso Humphrey Bogart, aparece ante nosotros para convertirse, a la par de Curtiz, en Casablanca. Bogart demuestra con gestos inolvidables, miradas expresivas y esa entonación tan particular por qué aún hoy es Humphrey Bogart, el único, el más varonil, el mejor.

A pesar de que la historia es conocida, vale la pena revivir ese reencuentro en Casablanca. Una ciudad (del Africa) donde los refugiados europeos de la Segunda Guerra que huyen de los alemanes necesitan llegar para conseguir una visa que los lleve a Lisboa y de allí al soñado paraíso de la libertad: Estados Unidos. Allí reside Rick. Un norteamericano cínico, solitario, duro, que en el fondo, como le dice el prefecto Louis, "es un sentimental". Rick tiene un pasado dudoso y ha decidido terminar sus días en Casablanca, en su bar (Rick’s) y junto a Sam, su amigo pianista negro. Ya no espera nada.

Pero una noche dos hechos cambiarán su vida: Ugarte, un hombre que vende permisos para salir de Casablanca, le pide que custodie los que robó a unos correos alemanes, a los que también asesinó. Esos papeles son el pasaporte abierto para cualquier persona del mundo. Y cuestan millones. Ugarte es detenido en el propio bar de Rick por la policía que busca esos permisos robados. Ugarte pide ayuda a Rick: "No arriesgo mi cuello por nadie", le responde. Y Ugarte muere mientras intenta huir. Minutos después de este hecho, Rick se sorprenderá nuevamente. Ella está en una mesa, al lado del piano de Sam, disfrutando en silencio de aquella canción que fue testigo del amor de ambos: "As Time Goes By".

Obviamente, Casablanca también es una película política. El contexto de la Segunda Guerra y el hecho de que la vereda de enfrente haya estado ocupada por los nazis (y no sólo en la pantalla, sino en la vida real) salva el esquema político que plantea Curtiz. Los alemanes eran los enemigos. Los italianos, chupamedias de los nazis. Los franceses, mayormente confiables. Los americanos, héroes. Estas ideas pueden verse en cada personaje en particular. En la forma en que cada uno es presentado, por lo poco o mucho que dicen y claro, por lo que hacen. Y esa cita a La gran ilusión es una proclama política tan emotiva como la del film citado (Jean Renoir, 1937): entonar la Marsellesa con orgullo para protestar por la soberbia nazi. En el '37, Renoir y Jean Gabin la habían esgrimido contra los germanos de la Primera Guerra. En 1942, Curtiz y Paul Henreid recuerdan ese momento mágico del cine. Y lo hacen de nuevo. Porque los años habían pasado, pero los enemigos no habían aprendido la lección.

Eugenia Guevara

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